Puede que no sea oportuna (nunca lo es) la iniciativa parlamentaria de volver a la bicameralidad y a la reelección congresal, pero es desde todo punto de vista beneficiosa para nuestra alicaída democracia y además sirve de aliciente a un poder del Estado muy venido a menos, tanto por acción propia (por muy malos congresistas) como por acción externa (una incesante campaña periodística replicada en redes que no da tregua). El regresar a una cámara alta (senadores) y una cámara baja (diputados) creemos contribuirá a mejorar la calidad de parlamentarios.
Cuando la Constitución estableció la unicameralidad luego del autogolpe del 5 de abril de 1992, existían 240 congresistas (60 senadores elegidos a nivel nacional y 180 diputados elegidos por los entonces departamentos, hoy regiones) y el Perú contaba con 23’000,000 de habitantes, es decir un representante congresal por cada 96,000 habitantes. En 2023 -31 años después- somos cerca de 34’000,000 de peruanos y hay tan solo 130 congresistas… 261,000 habitantes por parlamentario. Estamos pues, absolutamente subrepresentados.
Esta subrepresentación significa un alejamiento del congresista de sus electores, una nociva concentración de poder y menos opciones de tener mejores parlamentarios, fuera del actual e inadecuado sistema de elección por distrito electoral múltiple en vez de una elección uninominal (un representante por circunscripción electoral), lo que fomentaría una relación más estrecha entre elector y elegido.
De más está decir que ambas cámaras no pueden ni deben tener las mismas funciones y atribuciones, sino las determinadas por una dinámica que les permita interrelacionarse con eficiencia en beneficio de una correcta práctica en los ámbitos de representación, legislación y fiscalización.
Siendo el presupuesto del Congreso no más del 0.5% del presupuesto general de la república, este porcentaje no debe aumentarse. Para lograr tal propósito, es imperativo una reorganización total de su estructura. El necesario incremento -razonable por cierto- del número de parlamentarios debe ir acompañado de la indispensable eliminación de los gastos superfluos y la reducción de la inmensa carga burocrática que hoy soporta el Congreso con el exceso de asesores, funcionarios y empleados administrativos.
Recordemos que un senado reflexivo fue fundamental para detener la absurda estatización de la banca impulsada por Alan García a finales de los ochenta. Así, los tratados internacionales, ascensos y ratificaciones de altos funcionarios del Estado (incluidos militares y embajadores) y leyes importantes deben ser parte de las atribuciones del senado; dejando para los diputados las interpelaciones a los ministros, los controles políticos a los entes estatales y las promulgaciones de las demás normas. En los casos de vacancia, los diputados procesarían al presidente dejando la decisión final al senado, es decir se regularía apropiadamente el “impeachment” tan necesario en nuestro ordenamiento legal, respetando el debido proceso y la doble instancia.