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Elogio al pesimismo

El optimismo al que tanta gente se aferra resulta -como lo veo- un tema de autocomplacencia constante. Es algo así como una suerte de persistente retroalimentación con rasgos de evasión de la realidad. Este optimismo, un poco forzado en una situación de crisis generalizada, no lleva pocas veces a niveles inverosímiles de   desconexión con el entorno. Dice el lugar común que el pesimista es un optimista, solo que mejor informado. Hablamos de ese pesimismo coloquial (no el filosófico del buen Schopenhauer), ese que no espera nada de nadie, ni nada bueno y piensa invariablemente que las cosas no se van a dar como uno quiere, por tanto todo lo bueno que le sucede -que además ocurre por un cálculo simple de probabilidades- será todo ganancia y mejoría, por lo que el nivel de frustración se diluye.

Eso sí, este  pesimista debe tener necesariamente como mecanismo de supervivencia una cuota de humor negro o sarcasmo de la que carece el optimista, cuyo humor -si lo tiene- es incuestionablemente más plano. Así, la vida adquiere una dosis de realidad llevadera, pues por lo general este pesimista en el fondo es alguien que no necesita encontrar la felicidad en lo que anhela pueda pasar, pues sabe que hay eventos que no puede ni controlar. Finalmente la felicidad está en uno mismo, no en lo que espera. Un ejemplo que grafica lo que digo es el humor que uno encuentra en las películas de Woody Allen o el humor corrosivo y sarcástico de un sitcom clásico como Seinfeld.

Publicado en Nido de Palabras de César Pineda Quilca, el 27 de junio de 2021, Lima Perú.